Antonio María Calera-Grobet
02/07/2022 - 12:03 am
Guillermo Olguín: El viaje ulterior
La pintura de Guillermo Olguín es solar y lunar.
Guillermo Olguín vive y trabaja entre Oaxaca, Mérida y Nueva York. Realizó estudios profesionales en Cornish School of Arts en Seattle, Washington, EUA, y de postgrado en la Academia de Arte de Budapest, Hungría. Su trabajo en pintura, dibujo, grafica, fotografía intervenida y vídeo exploran la idea del viaje exterior como escenario para el reconocimiento de las latitudes interiores. Ha expuesto de manera individual y colectiva en más de 30 exposiciones en México, Estados unidos, Hungría, Cuba, Paraguay, Brasil, Argentina, Italia, Reino Unido, Alemania, España, Portugal, Francia, Finlandia y Japón. Es un promotor cualitativo de la cultura oaxaqueña que ha fincado varios espacios para la difusión de su identidad como el Café Central, la mezcalería Los Amantes y Casa Mezcal en Nueva York. Aquí una serie de pensamientos a partir de su obra.
Anuncio en la estación de embarque. Al espectador: se informa a ustedes que los cuadros de este autor deben visualizarse como fotogramas de una antigua película, las bitácoras de estudio de algún arqueólogo o antropólogo, o bien las crónicas de viaje de algún novelista del siglo XVIII. Si usted está dispuesto a adentrarse en ellos, sépase en riesgo de interpretarse a usted mismo como ser vivo sobre el planeta. / Eche un primer vistazo. Oteé un poco por sobre el lienzo. ¿Lo vio? / Pudiera tratarse de un viaje por el África negra, Marruecos o Nueva Delhi, un tramo de viaje por una brecha de estepa donde quiera pero no, no se trata de una fotografía de Nueva York, Bourbon Street o Portobello Road. No. / De manera que quítese esa ropa y esa terca manera de entender las cosas. Estamos en la naturaleza abierta. ¿De acuerdo? / Pase usted / La pintura de Olguín reclama el descalzarse de la metrópoli y de su puto dinero y su tiempo de vértigo, de sus almanaques y libros contables, de sus funcionarios públicos y su fétido aliento. ¡Descálcese de una vez de ese pútrido mundo! / ¿Por qué? Dese cuenta que la obra de Guillermo Olguín no fue pintada por un espíritu colonizador, por ejemplo. No se busca domar a la cultura o la civilización, no se trata de someter a Natura, ponerla debajo de la civilización. En todo caso se busca dejarla tal cual, en paz: pura y dura la corteza de Natura, y que a su espectador le salgan ramas por los dedos, cuernos por la cabeza, lo que significaría una trasmutación ética luego de tanta muerte aplicada por la brutalidad del humano a otros seres vivos sobre la tierra. Es más: no hay narrador: narra el tiempo. Y del paso del tiempo casi podemos tocar y oler la lama, el musgo, el verdín y la herrumbre. Porque esos son los hijos pequeños de este juego, de este artificio. De eso se trata esta pintura tan calma. Decirnos que primero vinieron la tierra y el agua, sobre de ellos el viento y el fuego, luego todos nosotros y el inevitable paso del tiempo. / Siéntalo. Recuerde el aviso antes de partir hacia este viaje: estos son paisajes del mundo exterior iluminan los recovecos de la morada interior. / Y sí: el relato es bucólico hasta lo lacrimoso: es de esperanza, desesperanza, de amor y desapego al mismo tiempo, dependiendo desde dónde se mire. / Y si bien el espectador es el invitado a timonear por estas historias, da la impresión que cada composición infestada de seres, cada encuadre como hábitat, ecosistema en perfecto equilibro, no requiere de ninguna batuta, ningún orden exterior: se teje y se gobierna sin apuntador, es decir, sin ego. / Mire: no hay búsqueda del poder entre los personajes.
Por ello, pudiera ser que los cuadros sean fábulas y si es así, la moraleja sería la siguiente: los humanos pudieron haber rescatado de los animales otros valores pero prefirieron ser rápidos, altos y fuertes. Es una lástima: los animales no compiten: viven. /Y cae por gravedad la pregunta: ¿Y a estos bellos animales sagrados quién los hizo? Pregunta que va tras el misterio original: porque en este viaje sucede que todo es tótem, todo está religado por la inercia-inmanencia de una divinidad invisible pero no ausente o, si se quiere, participante como atmósfera, como aire liviano transformado en estepa, follaje, como el devenir de la mera creación que, por lo demás, se expande. / Por eso es que hasta las plantas piden se les aprecie no sólo como un ser sólo vegetativo, sino como un animal más: un par. Es decir, vida vegetativa pero también, vida sensitiva de un animal tal cual, algo pocas veces visto. / Y podemos ir más allá. Atrapado por la hermosura de la máquina y la tecnología que nos ha abierto paso a los hombres (las ruedas, las canoas, las carretas, enmarcados estos por arquitecturas, templos, estructuras de lo más diverso), el pintor la ha provisto a ese todo y sus partes de un ánima también. / Así es: todo palpitó o aún palpita y por ello es parte de la urdimbre de elementos que conforman la energía de ese todo agrupado, parte de un hermoso Canto General.
No se trata de un grupo de animales o cosas como personajes: no podría ser uno tan desvergonzado o tan grosero: se trata de una agrupación de seres vivos que, en todos y cada uno de los casos, nos definiría a nosotros como el verdadero Bestiario. / Por lo demás, no creo que se pueda decir de la obra de Olguín que haya soterrado la calamidad. Ésta se halla estampada como parte de la existencia misma, en la “sapiencia” de la propia Tierra de saberse en perpetuo nacimiento y mortandad. / Se pinta en todo caso el devenir. / Estamos, todos, yendo. A través del mundo y de nuestro adentro, a través del tiempo, recordemos. / ¿Cómo caminar, pues, por estos cuadros que son senderos, hervideros de tánatos y eros? Pues queda claro que antes que nada el actualizador de la obra deberá convertirse, más que en un colonizador, en un viajero. / Mientras los de espíritu meramente turista pensarán que es posible razonar a Natura a partir de un acuario o un safari, los viajeros que se adentren en la obra del oaxaqueño comprenderán la imposibilidad de atisbar la profundidad inherente a estos relatos: apenas nos queda la ensoñación, el viaje imaginativo libérrimo hasta casi demencial, por las sinuosidades de estos glifos, por estos códices, estos detritos que hablan de lo que fuimos, somos y, pase lo que pase, seremos: carbón efímero, un mero sueño. Sueño de agua y lodo. / Lector: no se equivoque. Si visita la obra del pintor Guillermo Olguín no será necesario que lleve botas o equipajes, mucho menos sandalias, huaraches, será necesario que prenda, en medio de la nada, bajo ese cielo abierto, un fuego: no sólo para alimentarse: para alumbrarse. Y claro, no sólo metafóricamente. / Ahora bien, quedarán siempre fijas en el deseo del lector verdadero, un par de preguntas irresolubles colectivamente: ¿A qué suenan los relatos de Olguín? ¿A qué huelen? ¿Olerán a cielo abierto, a humedad? ¿A tierra seca, yerba fresca, a mar? ¿Huelen a agua corriente o de estanco? Quizá sólo a sol y tiempo tatemado. A sosiego y lluvia caliente, a restos de vertebrados. A atmósfera, a gravedad. / También al origen del hombre, el origen del lenguaje, su plasticidad. / Porque una cosa es cierta: no se relata en ella lo rural. Es una sinfonía de lo rupestre que apunta más alto, un artificio más refinado: narra lo maravilloso de un acontecimiento: el nacimiento, una y otra vez, a lo largo de la historia, del pensamiento mítico, mágico, sagrado. / He de ahí de sus maneras, sus formas, su cómo. No da pincelazos un demiurgo, un jefe de la tribu: hace los trazos apenas otro viajero participante, asombrado por el mundo y su halo. Por eso, con lo que se rasga el lienzo no es un bastón de mando: es el bastón de los ciegos que al tanteo se abre paso y, los surcos, las zanjas en ese lienzo, no son heridas en la vida. O no sólo eso. También son cauces que la abren, la conducen: deltas del destino, vías que nos dan sentido: significan. Significan eras, fronteras, veredas por las que habremos de soltar o acortar la rienda. / No pocos: todos. / Porque extrañamente ésta pintura nos convoca a todos. Digamos que, en un juego de palabras, todos sus árboles son genealógicos o que sus objetos agrupados en familia son puras genealogías. / En ellas vale lo mismo la vida de un insecto que de un mamífero. Un palmeral y sus cocos son un tratado filosófico. Todos en el mismo peso y en la misma medida. Así es: antílopes, cangrejos, changos, liebres, o bien, buitres, pulpos, cabras peces. / Por eso es quizá que el espectador sienta el ímpetu por anunciar a la obra de Olguín como un compendio de voluntad ética. Un acervo que decreta una nueva manera de plantarse en el mundo. / Con todo y su claroscuro, o mejor dicho: lanzando luz sobre la vida y la muerte. De manera permanente. Porque toda la estampa se halla cuidadosamente iluminada. Todos los seres refulgimos como luciérnagas. Todo es bioluminiscencia. Pese a nuestras sombras. / En la obra de Olguín, será en ocasiones el blanco el que se abra paso en el relato del cuadro, o bien el negro el que se desplace a grandes trancos pero siempre con la luz en la mano. / Corona de luz, corona de sombras, pero todo espiritualmente iluminado.
La pintura de Guillermo Olguín es solar y lunar. Cebra que se convierte en pez que se convierte en cangrejo que a su vez se disuelve en la nada o se concreta en un todo pero siempre desde el conjunto. Conjunto hasta convertirse en humus. Eso: se trata de una pintura terrenal en cuanto que no hay nada más que no sea lo infinitamente salvaje, puro, integral. Piedras, agua, montañas y bestias, reunidas en un potaje llamado Tierra. / Y claro, el fino relato de un viajero irrefrenable. / Pasajeros, haremos una parada en el recorrido. No se trata del fin del viaje. Continuaremos con él apenas respondamos algunas preguntas fundamentales. ¿Sabéis acaso dónde estamos? ¿A dónde habéis llegado? Habéis llegado al centro de esta Tierra, se halle ésta en África, Europa, Asia o América. Y habrá que aprenderla a caminar.
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